sábado, 14 de marzo de 2009

Precisiones sobre la literatura

Les dejo aquí una aguda reflexión de Roland Barthes sobre una característica esencial de la literatura: la variación.
Roland Barthes
Pacto de amor

Un amigo acaba de perder a un ser querido, y quiero expresarle mi condolencia. Me pongo a escribirle espontáneamente una carta. Sin embargo, las palabras que se me ocurren no me satisfacen; son “frases”: hago “frases” con lo más afectivo de mí mismo; entonces me digo que el mensaje que quiero hacer llegar a ese amigo, y que es mi condolencia misma, en resumidas cuentas podría reducirse a unas pocas palabras: Recibe mi pésame.

Sin embargo, el fin mismo de la comunicación se opone a ello, ya que sería un mensaje frío, y por consiguiente, de sentido contrario, puesto que lo que quiero comunicar es el calor mismo de mi sentimiento. La conclusión es la de que, para dar vida a mi mensaje (es decir, en resumidas cuentas, para que sea exacto), es preciso no sólo que lo varíe sino, además, que esta variación sea original y como inventada.En esta sucesión fatal de condicionamientos reconocemos a la literatura misma (que mi mensaje final trate de escapar a la “literatura” no es más que una variación última, una argucia de la literatura). Como mi carta de pésame, todo escrito sólo se convierte en obra cuando puede variar, en determinadas condiciones, un mensaje primero (que quizá también él sea: amo, sufro, compadezco). Estas condiciones de variaciones son el ser de la literatura (lo que los formalistas rusos llamaban la literaturnost, la “literaturidad”), y al igual que mi carta, finalmente sólo pueden tener relación con la originalidad del segundo mensaje. Así, lejos de ser una noción crítica vulgar (hoy inconfesable), y a condición de pensarla en términos informacionales (como el lenguaje actual lo permite), esta originalidad es por el contrario el fundamento mismo de la literatura; ya que, sólo sometiéndome a su ley, tengo posibilidades de comunicar con exactitud lo que quiero decir; en literatura, como en la comunicación privada, cuanto menos “falso” quiero ser, tanto más “original” tengo que ser, o, si se prefiere, tanto más “indirecto”.

La razón de ello no tiene nada que ver con la suposición de que, siendo original, me mantendré lo más cerca posible de una especie de creación inspirada, concedida como una gracia para garantizar la verdad de mi palabra: lo espontáneo no es forzosamente auténtico. La razón es que este mensaje primero que debía servir para decir inmediatamente mi pena, este mensaje puro que quisiera denotar simplemente lo que está dentro de mí, este mensaje es utópico; el lenguaje de los demás (¿y qué otro lenguaje podría existir?) me lo devuelve no menos inmediatamente decorado, complicado con una infinidad de mensajes que yo no acepto. Mi palabra sólo puede salir de una lengua: esta verdad saussureana resuena aquí mucho más allá de la lingüística; al escribir sencillamente recibe mi pésame, mi compasión se hace indiferencia, y la palabra me muestra como fríamente respetuoso de una determinada costumbre; al escribir en una novela: Mucho tiempo he estado acostándome temprano, por sencillo que sea el enunciado, el autor no puede evitar que la situación de la frase adverbial, el empleo de la primera persona, la inauguración misma de un discurso que va a contar o, mejor aún, recitar una determinada exploración del tiempo y del espacio nocturnos, desarrollen ya un mensaje segundo, que es ya una determinada literatura.

Quien quiera escribir con exactitud debe pues trasladarse a las fronteras del lenguaje, y así es como escribirá verdaderamente para los demás (ya que si sólo se habla a sí mismo, le bastará una especie de nomenclatura espontánea de sus sentimientos, puesto que el sentimiento es inmediatamente su propio nombre). Dado que toda propiedad del lenguaje es imposible, el escritor y el hombre privado (cuando escribe) están condenados a variar desde el principio sus mensajes originales, y puesto que es fatal, a elegir la mejor connotación, aquella cuyo carácter indirecto, a veces muy desviado, deforma lo menos posible, no lo que quieren decir sino lo que quieren hacer oír; el escritor (el amigo) es pues un hombre para quien hablar es inmediatamente escuchar su propia palabra; así se constituye una palabra recibida (aunque sea palabra creada), que es la palabra misma de la literatura. En efecto, el escribir es, en todos los niveles, la palabra del otro, y en esta inversión paradójica puede verse el verdadero “don” del escritor; incluso es preciso verlo en ellos, ya que esta anticipación de la palabra es el único momento (muy frágil) en que el escritor (como el amigo que da el pésame) puede hacer comprender que mira hacia el otro; ya que ningún mensaje directo puede comunicar inmediatamente que nos compadecemos de alguien, sin caer en los signos de la compasión: sólo la forma permite escapar a la irrisión de los sentimientos, porque ella es la técnica misma que tiene por fin comprender y dominar el teatro del lenguaje.

La originalidad es pues el precio que hay que pagar por la esperanza de ser acogido (y no solamente comprendido) por quien nos lee. Ésta es una comunicación de lujo, ya que son necesarios muchos detalles para decir pocas cosas con exactitud, pero este lujo es vital, puesto que desde el momento en que la comunicación es afectiva (ésta es la disposición profunda de la literatura), la trivialidad se convierte para ella en la peor de las amenazas. Debido a que hay una angustia de la trivialidad (angustia, para la literatura, de su propia muerte), la literatura no cesa de codificar, en el curso de su historia, sus informaciones segundas (su connotación) y de inscribirlas en el interior de ciertos márgenes de seguridad. Así vemos cómo las escuelas y las épocas fijan en la comunicación literaria una zona vigilada, limitada de un lado por la obligación de un lenguaje “variado” y del otro por el cerramiento de esta variación bajo forma de un cuerpo reconocido de figuras; esta zona -vital– se llama la retórica, cuya doble función es evitar que la literatura se transforme en signo de la trivialidad (si fuese demasiado directa) y en signo de la originalidad (si fuese demasiado indirecta). Las fronteras de la retórica pueden agrandarse o disminuir, del gongorismo al escribir “blanco”, pero lo seguro es que la retórica, que no es más que la técnica de la información exacta, está vinculada no sólo a toda literatura sino incluso a toda comunicación, desde el momento en que quiere hacer comprender al otro que lo reconocemos: la retórica es la dimensión amorosa del escribir.

Fuente: diario Página 12 [en línea] Domingo, 13 de Abril de 2003. Disponible en:
http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/libros/10-529-2003-04-13.html


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